El petrel de Galápagos está al borde del colapso. Esta ave marina, silenciosa y esquiva, enfrenta una amenaza creciente: ratas, hormigas de fuego y plantas invasoras están destruyendo su hábitat y devorando su descendencia. En medio del riesgo, un equipo de conservación avanza con ciencia, precisión y esperanza para darle una nueva oportunidad de sobrevivir en su propio hogar.
El petrel de Galápagos no canta ni grita. Se mueve con sigilo por las laderas volcánicas, confiando en una estrategia antigua: anidar lejos, esconderse bajo tierra, pasar desapercibido. Durante siglos, eso le bastó. Pero el mundo que conocía ha cambiado, y lo que antes era una defensa eficaz hoy se ha convertido en una trampa. La madriguera que excava con tanto esfuerzo puede estar infestada de hormigas de fuego. La entrada que abrió el año pasado, bloqueada por una muralla de mora asiática. Los huevos que protege con tanto cuidado, devorados en minutos por una rata negra.
Frente a estos enemigos, el petrel no tiene con qué defenderse.
Las especies introducidas no se comportan como las nativas. No respetan los ritmos ni los equilibrios del ecosistema. Son oportunistas, rápidas, agresivas.
La mora asiática, introducida en los años 60 con fines agrícolas, crece con velocidad, se expande sin control y forma muros de vegetación densa de hasta cuatro metros de altura, que bloquean el paso no solo del petrel, sino también de la flora nativa. Sus frutos, irresistibles para aves, tortugas e iguanas, facilitan la dispersión de sus semillas por toda la isla. En poco tiempo, un bosque sano puede convertirse en una selva impenetrable, donde la vida que debería prosperar, simplemente desaparece.
Las hormigas de fuego, diminutas pero letales, son capaces de invadir una madriguera entera. Forman colonias de miles de individuos que atacan sin tregua. Han sido observadas cegando a crías de tortuga, desplazando a otras especies de hormigas, y haciendo inhabitables los suelos donde antes anidaba el petrel. Y como si fuera poco, lo hacen en silencio, sin dejar rastro hasta que es demasiado tarde.
Y luego están las ratas negras. Voraces, adaptables, insaciables. Una sola puede comerse varios huevos en una sola noche. Escarban, husmean, y encuentran los nidos con una precisión que deja poco margen al azar. En algunos casos, han sido responsables de extinciones locales de roedores endémicos. Frente a ellas, el petrel no es rival.
Como explica Doménica Pineda, coordinadora de campo de Galápagos Conservancy, “no se trata solo de especies que afectan a otras. Se trata de un ecosistema entero que rompe su equilibrio”. Lo que enfrentamos, dice, “no es una amenaza aislada, sino una transformación completa del entorno donde el petrel alguna vez prosperó”.
Durante la temporada de anidación de 2025, el equipo de Galápagos Conservancy y de la Dirección del Parque Nacional Galápagos monitoreó 340 madrigueras. De ellas, 297 presentaron actividad reciente. Una cifra alentadora, pero frágil. Basta un solo nido no protegido, una sola ladera sin intervención, para que el esfuerzo de una temporada se pierda en una noche.
Por eso, nuestra respuesta es constante y decidida. En Santiago, colocamos más de 160 estaciones con cebo para controlar ratas. Intervenimos 950 focos activos de hormigas de fuego. Y trabajamos, palmo a palmo, para recuperar 15 hectáreas cubiertas de mora. En las zonas críticas, cada metro despejado es un paso más hacia la recuperación de un hogar que nunca debió ser tomado.
Y lo hacemos con precisión. Utilizamos drones para sobrevolar las colonias y detectar puntos estratégicos de intervención. En un ecosistema tan frágil, actuar a ciegas no es una opción. Cada decisión debe ser calculada, eficiente y respetuosa del entorno. Restaurar el territorio es devolverle al petrel la posibilidad de seguir existiendo.
Las especies invasoras no esperan, no se cansan, no dan tregua. Cada día sin intervención es un día ganado por ellas. Una ladera que no se limpia se cubre de mora. Un nido sin protección puede perderse en una noche. Una temporada sin monitoreo puede costarnos años de avance. Su estrategia es simple: multiplicarse sin descanso. La nuestra debe ser igual de constante.
El petrel quiere volver. A su madriguera. A su historia. Quiere excavar sin encontrar un enjambre de hormigas. Quiere incubar sin el terror constante del acecho de una rata. Quiere alzar el vuelo sin que una muralla de espinas lo desvíe de su camino.
Pero no puede hacerlo solo. Si nosotros nos detenemos, las especies invasoras avanzan.
Nuestro trabajo no puede detenerse. Tiene que intensificarse.
Cada trampa colocada, cada madriguera despejada, cada huevo que logra eclosionar en paz, es una batalla ganada en una guerra que no hemos elegido, pero que debemos pelear. No estamos simplemente protegiendo un ave. Estamos resistiendo el colapso de un equilibrio natural único en el planeta.
Jorge Carrión, director de conservación de Galápagos Conservancy, lo advierte con claridad: “El petrel no lanza alarmas, ni reclama atención. Pero la ausencia de su canto en las madrugadas nos advierte que ya no está. Simplemente desaparecerá si no lo defendemos. Por eso, cada madriguera despejada, cada invasora eliminada, cada huevo que logra eclosionar en paz es una victoria silenciosa, pero decisiva”.
Estalin Jiménez, guardaparque del Parque Nacional, lo ve cada vez que el terreno se transforma. “Cuando logramos despejar una ladera y al poco tiempo vemos señales del petrel otra vez, sabemos que está funcionando”, dice. “No estamos solo eliminando amenazas. Estamos devolviendo posibilidades”.
Salvar al petrel no es solo proteger a un ave. Es restaurar un ecosistema único en el planeta. Es evitar que Galápagos pierda, en silencio, a uno de sus habitantes más antiguos.
Y, sobre todo, es demostrar que, con decisión y constancia, la naturaleza puede recuperarse.
Compartir: